En el espacio de una sociedad ahogada en una larga y densa crisis - pérdidas coloniales, conflictos sociales derivados de la reforma agraria, duro proteccionismo económico, inadecuación entre el sistema político y las demandas de la población-, el proletariado urbano conoce a principios del siglo XX un fuerte crecimiento. Tras el progresivo abandono de la miseria campesina, hombres, mujeres y niños viven ahora hacinados en los antiguos centros de las ciudades, sometidos a una legislación laboral que les priva de todo derecho. Todos los miembros de la familia trabajan de lunes a domingo y desde los seis años, pero apenas consiguen el mínimo alimento diario. Sostienen, eso sí, a la pequeña oligarquía dominante y, de paso, a los militares y al clero; y así, la vida no resulta mucho más atractiva que la marginación rural.
La huida de esta cochambre y el aliciente de una nueva vida en un nuevo continente - no ya la fiebre del oro o la búsqueda de nuevos Eldorado sino la seguridad, al menos, del pan diario - mueven a millares de personas a abandonar sus recuerdos para adentrarse, apiñados sobre montones de paja podrida por la humedad, en interminables travesías. Son semanas enteras para llegar a América, a través del Cabo de Hornos, bajo los tórridos trópicos, sin más seguro que la intuición de que nada puede haber peor que lo pasado.
Como en la mayoría de los casos los emigrantes no podían pagar el elevado precio de un billete - aunque fuese en la más que modesta tercera clase- no era extraño que proliferase la mal llamada "emigración ilegal" (se culpa del delito al pobre cuando el beneficio es para el poderoso) que no era otra cosa que el viaje sin billete a un precio menor que el oficial y a beneficio del capitán y los demás tripulantes del barco. Prueba y ejemplo de este tipo de prácticas es la historia de Pedro Fernández Fernández, emigrante asturiano que, en 1899, con 19 años de edad, viajó como emigrante sin billete en el vapor alemán Corrientes y que fue publicado en septiembre de 1993 en la revista Astra y recogido por García Echegoyen.
"Apenas habíamos entrado en la lancha los nueve compañeros de la taberna vemos llegar por todas partes grupos de jóvenes que como nosotros se proponían embarcar para esta República, llegando a reunirnos unos veintinueve. Después de habernos contado principiaron a remar los marineros y al momento después alumbraron con una linterna una pareja de carabineros por junto a los cuales habíamos embarcado en la lancha, pues con este cumplimiento obedecían a la consigna de vigilancia que tenían, gracias a los 75 u 80 pesos que cada uno de nosotros había dado para que se le permitiese embarcar. La travesía desde el muelle al vapor duró como unos 10 minutos que a mí me parecieron 10 años pues mi corazón latía tan fuertemente que parecía querer salirse de su sitio temiendo ser detenido antes de transbordar, pero todo estaba convinado [sic] hasta el punto de que un vapor junto al cual pasamos apagó sus luces. Cuando íbamos como a medio de la travesía los marineros principiaron a pedirnos un peso por cada individuo, pero a mi vecino y a mí nos había dicho el agente lo que iba a suceder, pero que no pagásemos nada, así es que resistí al pago, aconsejando a los demás compañeros que hiciesen lo mismo, pero los marineros amenazaron con que el que no pagase lo volverían a tierra; esta amenaza infundió en algunos tontos temor y fueron entregando algunas monedas a los estafadores miserables que aprovechaban aquel momento para robar a los que no estuviesen advertidos que en aquel momento supremo darían hasta la vida por no volver a tierra; y para saber quiénes habían satisfecho la suma pedida y quiénes no, ordenaron que a medida que fuesen pagando se pusiesen de pie, y al ver que tan poca era la diferencia de unos a los otros, y con tan poca molestia se acreditaba el pago yo también me levanté constando con esto que yo había satisfecho mi peso.
Por fin llegamos junto al Corrientes y después de una señal nos bajaron una escalera por la que subimos a bordo y en cuya parte superior se hallaba el mayordomo del vapor, hombre robusto y valiente, pues con una mano nos empuñaba por la solapa de la chaqueta y nos levantaba en aire desde el medio de la escalera. A medida que íbamos entrando éramos conducidos por unos pasillos y escalones hasta bajar al depósito de carbón con el objeto de que al día siguiente cuando la autoridad revisara el vapor no fuésemos descubiertos. Solo el recuerdo de aquella maldita carbonera me horroriza, porque no parecía sino ser un segundo infierno; metidos entre el carbón muy cerca de la caldera del vapor, con un calor que nos asaba, la respiración se hacía difícil, siendo además el local muy reducido para contener veintinueve hombres parecía que se acercaba con suma velocidad el momento de entregar el alma al Criador para dejar el cuerpo sepultado entre el carbón; en tan miserable estado permanecimos doce horas, que nos parecieron doce mil años, pues a juzgar por lo que allí se sufría nos considerábamos estar en el Purgatorio [ ... ]
[ ... ] Al entrar en el vapor dieron a cada viajero un plato de loza y un tarrito también de la misma materia, juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas, bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien condimentadas por un viejo y divertido cocinero español; ¡y qué apretones llevábamos cuando íbamos a buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte de nosotros provistos del servicio de mesa que nos habían dado rodeábamos la cocina cuando apenas había principiado a hervir la comida y antes de principiar a repartirla cada uno empujaba a los demás para llegar primero al caldero que contenía el rancho; ¡cuántos con el apuro se quemaban las manos viéndose por este motivo a tirar con plato y comida! Los que como a mí no les gustaba el pan comíamos el primer plato a toda prisa no haciendo caso aunque la comida de tan caliente como estaba llevase consigo pedazos de piel del paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que llegásemos al reenganche, como allí se decía cuando se volvía a por otro plato de comida. [ ... ]
Cuando a alguno se le rompía alguno de los servicios de mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio con los demás, y así sucesivamente todos de modo que todo se volvía robos de platos y tazas, viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado que si fuesen oro [ ... ] Las camas consistían en unos cajones parecidos a la mitad de un ataúd que sirve de último reposo al hombre y muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el más triste de los recuerdos humanos ¡la muerte! El colchón no era otra cosa que un saco lleno de yerba seca, y por almohada teníamos unos pedazos de corcho unidos entre si por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron una manta o cobertor para cubrirse." ("Los grandes naufragios españoles". Fernando José García Echegoyen).
El transporte de pasajeros había experimentado un singular aumento desde mediados del siglo XIX. La creciente demanda exigía mejoras en los barcos. A la introducción del metal en la construcción del buque se unió el aumento del tamaño. Los trasatlánticos multiplicaron sus comodidades: piscinas, bares, cines, bibliotecas, bancos, garajes... -sólo al alcance de unos pocos-, y multiplicaron también el hacinamiento de los proletarios en las bodegas y en las sentinas. La velocidad se convirtió en obsesión de compañías y capitanes. Con la Cinta Azul -galardón concedido al navío más rápido en cubrir la travesía entre Europa y América- se entabló